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¿Cómo suturar la tierra? Una pregunta por la supervivencia

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Por: Benji Porras


Cuando hablamos de fronteras solemos pensar en líneas claramente definidas, trazos que separan con precisión un territorio de otro. Pero la historia y, hoy más que nunca, el presente refutan esa supuesta quietud. En momentos como este, en los que en Medio Oriente se asesinan niños para reclamar la Franja de Gaza, en los que Rusia avanza sobre Ucrania, Trump fantasea con “anexar” Groenlandia y se aviva con fuerza una disputa limítrofe entre Perú y Colombia, ¿Cómo suturar la tierra? (2024) nos recuerda —con un acercamiento íntimo— que la disputa por el suelo es también fuente de hondas heridas en quienes lo habitan.


Este cortometraje documental se estrenó en el  Festival Internacional de Cine Documental de Ámsterdam (IDFA) y es la segunda obra del ecuatoriano Wil Paucar Calle. Acá compone una carta para su madre, quien tuvo que migrar hacia el norte de Ecuador debido a la amenaza bélica del Conflicto del Alto Comaina (1981) —o del Falso Paquisha, por como lo conocemos en Perú. Este enfrentamiento es significativo en la región pues entre sus antecedentes se encuentra el primer bombardeo aéreo de un país a otro en América. Ataque que se repetiría en los siguientes conflictos entre Ecuador y Perú. En palabras de Paucar, no fue solo la amenaza extranjera lo que empujó a su madre a dejar su tierra, sino también el abandono de las localidades fronterizas por parte del estado. 


La película comprende un viaje de Quito a Loja para encontrar la casa de la madre que, como dice la cinta al inicio, es un “cadáver” que acecha al director pidiendo ser encontrado. La obra está cargada de melancolía y se utilizan tres recursos para hablar de la herida que acecha desde del pasado: la proyección de fotos familiares, la abstracción figurativa conseguida con el movimiento veloz de la cámara en la carretera y el discurso lingüístico, ya sea con la voz en off o con intertítulos en la pantalla. Así, la cinta consigue atribuir, no sin algunos baches, un carácter simbólico a elementos como la luz y el movimiento.


Al inicio vemos una pantalla en negro y escuchamos que la voz del director caracteriza a la casa como a un muerto y explicita su necesidad de llorarla, abrazarla y sepultarla, todo con una cadencia que remite a un rezo funebre. La segunda vez que vemos esta pantalla se reitera el discurso, quedando así establecido que para el filme, la oscuridad alude al acecho de la muerte. Por otro lado, la locución: esos recuerdos que se esconden con el sol detrás de la montaña”  y el consiguiente intertítulo “¿Qué recuerdas de tu casa? que se muestra mientras está clareando el alba, equiparan la luz a la memoria. 


Dicho así, parece una escritura fílmica básica alrededor de 2 conceptos, pero alcanzan una ejecución notable en el uso de las fotográficas y el desplazamiento por la carretera. Cuando partimos de Quito es de noche y las postales familiares se proyectan sobre un par de árboles y hierba muy alta, con un zoom en cada imagen que hace imposible diferenciar cualquier personaje, rostro o acción. En este momento la cámara mantiene su encuadre con un evidente movimiento de cámara en mano. Así se presenta el recuerdo del pasado, que atravesará un cambio transformador en el camino.


En el trayecto, la cámara usará planos picados y contrapicados para filmar el suelo y las copas de los árboles mientras el automóvil avanza, a distintas horas del día y la noche. En este recorrido la velocidad va en aumento y lo que vemos como elementos reconocibles van convirtiéndose en formas más abstractas. Pero Paucar lleva este dispositivo a fondo cuando coloca la cámara en un ángulo horizontal y graba dos cosas. La primera es el sol del amanecer que se posiciona frente al lente y junto a la vegetación comienzan a transformarse en líneas, manchas oscuras y rayones de luz que remiten a un flicker de un cine experimental bien logrado. La segunda toma en ángulo horizontal corresponde a las fotografías proyectadas en movimiento sobre la yerba. Especialmente en esta última el enrarecimiento en hechizante, pues partiendo del hecho de que incluso a una velocidad moderada las imágenes —la memoria— en movimiento sobre la textura irregular de las ramas parecen desgarrarse y componerse a cada metro que se avanza; cuando la velocidad aumenta el espectador no puede más que sumergirse en un trance donde se encara el pasado.


Cuando llegamos a Loja y las fotos son proyectadas sobre el jardín de la casa, esta vez el zoom se ha ido y podemos distinguir a las personas, sus rostros y lo que hacen. Aún así el protagonista reitera su miedo a “mentir, sentir culpa y olvidar”. Esta preocupación se ve correspondida en el movimiento sincronizado de la cámara y el proyector, que producen la sensación de que son las paredes y las plantas las que tiemblan. Un extrañamiento logrado con audacia y sensibilidad. El corto nos permite extrapolar este miedo hacia las heridas de la guerra en el mundo, el autoritarismo revitalizado en América latina y a la violencia que conlleva en nuestras vidas.


No quiero dejar de mencionar que una característica fundamental de la cinta, y en la que se juega la eficacia, es su fe en la palabra. A pesar de su arrojo formal e inclinación experimental, se aferra por demás al texto y la voz. Y con frases estereotípicas como  “miedo de nunca poder encontrar un lugar al cual poder llamar hogar” o “¿Cómo construir una voz cuando nos han enseñado a callar” corta la poética del filme. Felizmente esto sucede poco.


Con la puesta en escena y la experimentación formal del metraje, el pasado deja de ser un cadáver acosador a medida que nos acercamos a él para verlo con claridad. Así, Wil Paucar Calle, aún con su tono desconfiado y melancólico, da testimonio de que la lucha por la memoria es tanto como la lucha por la existencia.

 
 
 

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