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Ciudad naufragada: Proa Nublada de Mario Rodríguez Dávila

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Por Byron Davies.


Una heurística que suele ser edificante para abordar las películas de Mario Rodríguez Dávila consiste en entender sus planos como extraídos de una atenuación de las narrativas de melodramas urbanos clásicos preexistentes -como las películas de Yasujiro Ozu, Emilio Fernández e Ismael Rodríguez, que él ha citado como influencias de su juventud- pero reordenados para desplegar el drama ordinario (una especie de negación del melodrama) de la historia urbana misma. Aquí nos referimos a la historia de la costa de Ecuador, especialmente a la ciudad natal de Rodríguez, Guayaquil. La última película de Rodríguez, Proa Nublada (2025), es otra obra suya que hace eco del comentario del poeta Jorge Martillo Monserrate, tal y como recuerda el cineasta, sobre Guayaquil como una ciudad que contiene muchas ciudades dentro. Pero se trata de una interpretación de la historia urbana narrada de forma enfática y sin jerarquías: el horizontalismo político de Rodríguez condiciona su propia forma de organizar las tomas cinematográficas.


Otra forma de captar este punto se deriva de un momento de la película en el que Jorge Peñaherrera, actor habitual de Rodríguez, lee un poema de Carlos Luis Ortiz, amigo del cineasta, titulado “Consejos de Obregón”, que forma parte de su poemario, El fuego de San Telmo, en el que se hace referencia a Guayaquil como la ciudad que “había naufragado”. Por lo tanto, no nos encontramos ante una narración estructurada de la historia de Guayaquil y sus alrededores, sino ante la parataxis de las partes naufragadas de la ciudad. Incluso la estructura de la película, dividida en tres títulos numerados (“Uno”, “Dos”, “Tres”), resulta engañosa en relación con su orden horizontal, al igual que el título de la anterior obra de Rodríguez, Mejana (2017-2020), “Segundo movimiento”, parte de una secuencia donde el “primer movimiento” aún no existe.


En cambio, en Proa Nublada, las cargas de la historia se condensan en planos individuales, sobre todo en uno en el que el actor Peñaherrera toca lenta y deliberadamente la espalda desnuda de la actriz afroecuatoriana Johana Caicedo. Podríamos apreciar inmediatamente la erótica del contacto físico de este momento, en continuidad con motivos de piel rozando piel, como en las manos que atan un paño blanco a una espalda desnuda, en la obra anterior de Rodríguez, Vientos de Chanduy (2021). Pero aquí se revela que esa misma erótica tiene un peso histórico: vemos y oímos a Peñaherrera convertir la espalda de Caicedo en un mapa y señalar la ubicación de las tribus indígenas presentes en Esmeraldas, al norte de Guayaquil, cuando los primeros africanos llegaron allí en un naufragio en 1553. ¿Es en parte a esta historia afroecuatoriana a lo que el poema de Luis Ortiz se refiere con una ciudad “naufragada”?


El primer plano de la espalda de Caicedo es a la vez emblemático de la visión de Proa Nublada acerca de la historia de Guayaquil y también una excepción a las características declaraciones de la película sobre el espacio profundo. En las películas de Rodríguez, la cámara rara vez se mueve. Como si buscara que aquellos momentos en los sí lo hace, aunque sutiles, resultaran aún más deslumbrantes. En Proa Nublada, todos estos movimientos son zooms hacia el interior del encuadre y, de forma relevante, hacia la superficie plana de un cuadro del amigo del cineasta Eduardo Jaime, en el que aparece un hombre luchando por controlar una balsa azotada por una tormenta. Para Rodríguez, el rayo que golpea la varilla de la balsa vincula la pintura con el libro de poesía de Ortiz El fuego de San Telmo, que hace referencia a una descarga eléctrica que lleva el nombre del santo patrón de los marineros y que tradicionalmente se considera un signo de buena suerte.


La yuxtaposición inicial de planos de este cuadro con una pareja de actores (Peñaherrera y Valentina Ruiz comiendo sopa de queso y corvina frita), con una violenta tormenta como telón de fondo, casi sugiere que la tormenta “ficticia” pintada se encuentra justo fuera de escena. De hecho, este ejemplo es parte de una gama más amplia de recursos imaginativos que Rodríguez emplea para comunicar espacios más profundos, especialmente cuando las apariencias de obras artísticas abren mundos enteros, como los individuos que ven las pantallas que muestran Un albergue en Tokio (1935) de Ozu y Fragmentos de Um Filme Esmola, A Sagrada Família (1972–1977) de João César Monteiro en Mejana (2017-2020) y Puente en la madrugada (2008-2009), respectivamente. Los diferentes sentidos de teatralidad presentes en las referencias cinematográficas de sus primeras obras permiten a Rodríguez expresar su facilidad para proyectar de forma tan inmediata y precisa el “plano” hasta la “escena”. Por otro lado, los poemas de Carlos Luis Ortiz leídos por Peñaherrera en Proa Nublada se refieren a otra ficción más: los relatos del autor colombiano Álvaro Mutis sobre Maqroll el Gaviero, y los viajes del gaviero por Turquía y el Caribe. En cualquier caso, cada alusión artística en el cine de Rodríguez funciona como un telescopio -un cono que se extiende desde lo local hasta lo global-, aunque siempre firmemente situado en un puerto.


La balsa representada en el cuadro de Eduardo Jaime también proporciona la única proa nublada que puede reclamar relación con el título de la película, aunque podría decirse que el motivo ocasional de Rodríguez de mostrar autobuses (como también en Mejana [2017-2020] y Cordel [2016]) ofrece equivalentes terrestres de barcos al marcar el movimiento fuera del encuadre. Concebida inicialmente como un largometraje y luego interrumpida por la pandemia, Proa Nublada es una obra teñida por la pregunta, pero enfáticamente nunca por la ansiedad, de cuándo detenerse y explorar el interior (aunque sólo sea para escuchar salsa y tomar cervezas en un bar), cuándo salir al exterior, o incluso dejarse caer. 


¿Deberíamos considerar Proa Nublada como otra manifestación del fuego de San Telmo? Nuestra respuesta tendrá que depender de recordar que la poesía (aquí representada como película) también puede ser la luz que enciende la promesa de un regreso a casa.

 
 
 

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