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Diarios bajo la higuera: Cuando escribir es volver a habitarse

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Por Cristina Flores Ortiz.


“Hay escritores que pueden hacer a los muertos revivir y regresar.”

Alicia Morel


Hay películas que nos atraviesan. Alicia bajo la higuera, dirigida por Manuela Thayer Requena, es una de ellas. No busca contar una vida; la deja abrirse como un cuaderno antiguo. En 74 minutos, el documental-ensayo no encierra a Alicia Morel en una biografía, sino que la deja respirar, en sus cuadernos doblados y en la casa que comienza a vaciarse. Alicia murió en 2016, pero su casa —aunque hoy sea solo escombros— no ha dejado de hablar. En sus muros, aún en ruina, persiste un murmullo. El viento entra por todas partes, como si supiera que todavía hay algo que contar.


Desde esa demolición nace la película. Al desmontar los muros se libera la escritura paralela, íntima, que acompañó siempre la obra infantil por la que Morel es recordada. Una nieta entra en escena —entra en la casa, en los papeles y en la voz de Alicia— y en ese gesto filial se teje una memoria que no se encierra en el canon. Lo que encuentra no es solo la figura de la escritora, sino también la de la mujer que escribió desde los bordes.


La casa es un espacio en el que habitan los diarios donde Alicia se interroga sobre el oficio de escribir siendo mujer, madre, dueña de casa y lectora. “Veo que mi vida futura tendrá que ser doblemente más generosa”, anota. Y se escucha el eco de esa generosidad como una herida, donde la escritura es el último rincón propio que se contrapone a la conciencia aguda del deber de ser para otros. 


En sus diarios escritos en la intimidad, Alicia Morel dejó una constelación de voces que dialogan entre sí. En uno de esos fragmentos, escribe: “en estos diarios habitan otros seres, otras escrituras y otras Alicias posibles”. La frase parece encapsular no solo una reflexión sobre la identidad, sino también la resistencia de una mujer que escribe desde la casa, interrogando lo que significa escribir siendo mujer en un mundo que no las legitima.


Alicia fue consciente de esa tensión. Escribía sobre lo difícil que es la escritura y sobre cómo los escritores hombres miraban con desdén a las mujeres que osaban tomar la palabra, llamándolas “escritoras domésticas”, como si eso fuera una manera de desactivar su potencia. En un documento oficial, cuenta ella, donde debía constar su profesión, aparecía simplemente: “su casa”. ¿Qué significa que a una mujer se le asigne como oficio un espacio? ¿Qué implica que se espere de ella que su vida se reduzca a una función invisible?


Desde lo invisible, Morel fue escribiendo. A veces en voz baja, a veces con humor. En una entrada de diario del 13 de agosto de 1945, se lee: Santiago no me gusta. No me gusta esa vida hecha, esa vida que no es mi vida. Me gustaría quedarme toda la tarde escribiendo. Más adelante se pregunta si la vida compartida, si lo que espera de ella la sociedad, valen más que su necesidad de estar sola, de escribir. Ahora tengo mi pieza, mi pequeña soledad tan agradable. Después mi vida tendrá que transformarse en un amplio ‘nuestro’, anota. La frase conmueve. No solo porque retrata la encrucijada de muchas mujeres, sino porque no la resuelve: simplemente la deja ahí, abierta.


En sus diarios, Alicia escribe también sobre la escritura misma, sobre ese impulso que, aunque no se reconozca públicamente, como parte de una“literatura universal”, sigue brotando. También aparecen en el documental algunas de las ilustraciones de sus cuentos para niños, las canciones que surgieron de sus palabras, y el recuerdo persistente de IBBY Chile, donde Alicia formó parte de un grupo de diez escritoras que intentaron —desde la intimidad de la lectura y la ternura del cuento— construir un espacio literario propio. Esa pequeña comunidad fue una forma de afirmación silenciosa frente a un canon que no las nombraba. Ella lo resiente: los hombres escriben sobre sí mismos y son considerados universales; las mujeres escriben sobre sí mismas y son percibidas como menores. Esa herida atraviesa los diarios. La escritura de Alicia es, también, una respuesta lenta, cotidiana y persistente a esa desigualdad.


En una de las entradas más luminosas, recuerda la única vez que vio a Gabriela Mistral. Fue un solo día, pero lo recuerda como si hubieran compartido toda una vida. Cuando Mistral muere, escribe el 10 de septiembre de 1957: “14 horas con ella, recuerdo como si estuviera con ella toda mi vida”. Ese encuentro fugaz dejó en ella una huella indeleble, una especie de legado. Alicia Morel también fue parte de IBBY Chile, compartió espacio con otras escritoras, aunque siempre en los márgenes. Su trabajo con la literatura infantil, sus cuentos ilustrados, las canciones que surgieron de sus textos, conviven con ese otro mundo más secreto y más hondo, que fue dejando en los diarios.


En 1966 viajó a Moscú. Visitó la casa de Chéjov, vio su escritorio, escribió sobre las pequeñas casas de pájaros en los árboles. Siempre preguntándose, ¿cómo son los espacios de los escritores? ¿Dónde vive la escritura?


Alicia intuía que escribir también es preguntarse por el lugar propio, por el tiempo que  habita la escritura. Pero su casa no era solo un espacio físico; era también un pliegue en lo cotidiano desde el cual mirar el mundo con otros ojos. Ahí donde los demás solo verían una rutina doméstica, Alicia encontraba escritura, tiempo y sentido propio. Lo mismo hace la película que evoca su vida: recorta el mundo en blanco y negro y se detiene en los gestos, en las hojas y los silencios. 


En sus diarios, Alicia no solo registró su vida: escribió el mapa de lo que significa, incluso hoy, seguir escribiendo desde la casa, desde esa habitación propia que tantas mujeres aún estamos construyendo. Es difícil salir intacta de este documental, que como un diario leído en voz alta, nos obliga a mirar hacia atrás sin nostalgia y nos hace sentir el viento que habita la casa.

 
 
 

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