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Entrevista a Juan Carlos Donoso, director de Huaquero

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Por Andrés Bermeo.


Huaquero, segundo largometraje de Juan Carlos Donoso Gómez, es una travesía sensorial por los márgenes de un territorio compartido entre Ecuador y Perú. Filmada en 16 mm, el filme se despliega como un ensayo híbrido que cruza el documental, la ficción, la arqueología y la memoria oral. En ese cruce, la figura del huaquero se aleja de la criminalización habitual para abrirse a una lectura más compleja y empática: desde quienes excavan por necesidad, hasta aquellos que se guían por visiones, sueños o saberes heredados.


La cámara se posiciona como una observadora que no juzga, sino que acompaña. Así, conocemos a personajes que habitan territorios donde afloran vestigios arqueológicos: en las playas de la costa ecuatoriana, uno de ellos camina entre miles de fragmentos de cerámica rota de la cultura Tumaco-Tolita; o los seguimos hasta las ruinas de Huaca Rajada, en Perú, escenario del hallazgo del Señor de Sipán. Espacios leídos no solo como huellas arqueológicas, sino como cuerpos vivos atravesados por el tiempo. Territorios en disputa donde lo ancestral se mezcla con lo popular, lo espiritual con lo económico, lo sagrado con lo saqueado.


Uno de los ejes más sugerentes del filme es la problematización de la noción de “valor”: una réplica puede valer más que un original, y cómo un objeto puede cobrar más fuerza a través del relato que lo rodea. En ese gesto, Huaquero cuestiona quién tiene autoridad para interpretar el pasado y desde qué discurso. En otras palabras, muestra cómo la historia oficial, amparada muchas veces por la academia, el mercado del arte o la institucionalidad, ha borrado cosmovisiones enteras para imponer otras, más funcionales al poder. Esa operación, iniciada durante la colonia, se continúa hoy en formas más sofisticadas de extractivismo cultural.


La película evita las estructuras narrativas lineales y abraza una forma fragmentada, episódica, casi arqueológica en sí misma. Como en los primeros documentales de viaje, pero resignificando sus premisas coloniales, Donoso Gómez construye un recorrido que es también una excavación del lenguaje cinematográfico. Escarbar, como propone el film, no es solo mirar hacia atrás: es también una forma de preguntarnos cómo habitamos el presente y desde qué lugar queremos contarnos. En este encuentro con su director, queremos explorar precisamente esas decisiones formales, éticas y poéticas que atraviesan la obra.


Tu película evoca un viaje a la línea de los primeros documentales de exploración, pero desde una mirada crítica y anticolonial. ¿Qué decisiones formales tomaste para lograr una observación que no intervenga, y cómo dialoga esa mirada con los territorios que recorres?


El intentar habitar de otras formas ese viaje, ese paisaje, esos cuerpos, exige algunas reformulaciones. Nuestro arte, el cine, está plagado de pulsiones coloniales y modernas, es inaludible, convivir con ellas es inevitable para re-pensarse. Esos viajes del “inicio del cine documental”, exotizantes, egocéntricos, ciegos, son al mismo tiempo fascinantes como fenómeno, pero no como dispositivo ético. En su creación, hay varias problemáticas, la construcción de la mirada con la autoridad del norte, la inyección de la épica aristotélica a cualquier tipo de “vista rural”, incluso la hiper-sexualización de los otros-cuerpos y finalmente un desgloce audiovisual que corresponda a la comprensión (y disfrute) del cine y la televisión que estaba naciendo en occidente. 


El cine lamentablemente hereda esta “gran verdad” colonial y patriarcal de occidente, esta razón positivista omnisciente del siglo XIX y la ilustración, que lentamente en siglo XX entraría en crisis con el post-estructuralismo, el feminismo, la deconstrucción, el conocimiento ancestral, entre otros acercamientos epistemológicos. Es en esa ranura, en esa grieta de la modernidad donde podemos pensarnos y donde podemos imaginar otros cines. Creo siempre indispensable, hoy en día, intentar imaginar lo imposible, siempre que se empieza algo, como dice Gabriel Orozco, sino estamos creando conceptos, no estamos entonces creando nada. No ser un huaco-replica de occidente, es la suversión para empezar a construir una imagen, sin esa radicalidad de la poesía propia, nada puede existir. 


De esta forma, ese viaje debía ser heredero de esa memoria fragmentada, problemática, atravesada por el abandono. No un viaje como un compendio de obstáculos lúdicos para un héroe mitológico e inexistente. Un viaje que substrae el retrato y que empieza a substraer al ser humano como centro de la narrativa universal, donde puedan coexistir en el cuadro otros elementos vivos: las huacas, el paisaje, las cascadas, el bosque seco tropical, los cerros, la tierra misma, el mar. Una profesora de etnografía me comentaba “hay que enrarecer la realidad para que en esa extrañez se denote tu comentario”, nuestro arte precolombino nunca fue realista, como no inspirarse en esa maravilla! Como no respirar desde un pasado desconocido y hecho pedazos, donde las dimensiones conviven en mayor medida con el cubismo y el minimalismo que con miguel ángel. El arte Moche, Chimú, Paracas, Manteño, Tolita son la extensión de la piel de nuestros ecosistemas costeños, hay que saber hacia donde mirar pero no solo para “inspirarse”, esa es otra trampa, hay que vivir, fundirse, desaparecer en la investigación, pertenecer, para mi era escencial romper el dispostivo de la visita y comprometerse con esos restos de historia, humana y no humana, sentirse parte de este gran duelo irresuelto del colonialismo.


En Huaquero, se percibe una puesta en escena híbrida que difumina los límites entre documental, ficción, arqueología e incluso literatura. ¿Cómo trabajaste la escritura y montaje para construir una estructura fragmentada, de capítulos, basada en la memoria más que en la cronología?


En el momento en que tuve la oportunidad de conocer a los personajes de la película, tuve que aceptar que el guión de ficción que había escrito, ya no funcionaba. En ese campo fértil fueron naciendo muchas cosas, en un juego siempre consultado, fui entre-mezclando sus testimonios con intuiciones ficticias, así como el personaje de la Tolita adhiere conexiones falsas a la pieza original, prótesis a la realidad, como dice Piglia la ficcionalización de la memoria. ¿Cómo imaginar un pasado espiritual borrado por la extirpación de idolatrías? Creo que esa pregunta detonó muchas cosas y estoy seguro que lo seguirá haciendo, casi me provocó una obsesión. El momento de conocer los centros ceremoniales, religiosos, políticos, las huacas, creo que perdí la cabeza y me enamoré de sus restos y el vacío. Como algo tan monumental y complejo puede caer a los pies de algo tan monótono como una invasión católica o el capitalismo mismo. 


Respetar ese encuentro se me hizo indispensable, no podía trabajar con actores, debería explorar ese intersticio, aunque sea de manera muy parca, debía buscar la forma amasar una réplica de sus memorias y de esos paisajes, pero claro, con ellos mismos, sumándolos a una aventura que los invitó a poner en escena muchas preguntas, miedos y confesiones. Los lugares y la cantidad de capítulos fueron decantando intuitivamente, percibo que los que quedaron también fue una suerte de magia, conjuntamente con la investigación y la toma de confianza. También por afinidad estética por los entornos y claro, la relevancia histórica de los momentos. Al menos pasaron de ser ocho historias a cuatro, me costó mucho sacar otros capítulos de Manabí, Arica, Nazca, San Pedro de Atacama


El filme rompe con la mirada criminalizante del huaquero y propone una visión más compleja y empática: desde quienes hurgan en la tierra por necesidad, hasta quienes excavan con aval académico o sueñan y tienen visiones con lo enterrado. ¿Qué reflexiones guiaron la construcción de esa diversidad de voces y cuerpos en la película?


Durante una maestría que hice un poco antes del rodaje, tuve la oportunida de conocer el trabajo de David Matsuda, un antropólogo que trabajó en territorio Maya en Guatemala, también con huaqueros. Fue la primera vez que pude leer a alguien escribiendo de una forma tan radical sobre dar cabida a pensar los derechos de lo que ahí se denominan “huecheros”. Y por esto lo aborda con el término “excavasión de subsistencia”, tomando en cuenta el contexto colonial y de violencia estructural que generalmente las poblaciones donde se da esta actividad viven. Es así que fui analizando las fuentes de cómo la huaquería nació como una actividad forzada y colonial. Y no como un crimen común y voluntario. Eso aportó mucho para, con el cine, poder seguir ahondando en esta complejidad estructural del tema. Y también, fue fundamental investigar sobre los inicios de la arqueología, para poder comprender estos dos mundos y como se encuentran en el siglo XX para señalarse enemigos, aunque conviven en el mismo medio y convivieron desde los inicios. 



La película sugiere que en la historia de la huaquería no solo se saquean objetos, sino que también se impone una cosmovisión sobre otra. ¿Cómo aborda Huaquero la idea de que la colonialidad sigue operando hoy, especialmente mediante formas de extractivismo cultural respaldadas por la ciencia, la academia o el mercado del arte?


Pienso que para hablar de esto podemos reflexionar sobre todo en los capítulos de Perú, Sipan y Huaca del Brujo. En el caso de Sipán es muy claro el momento que empieza la operación arqueológica hay una extracción de los bienes patrimoniales para llevarlos a la investigación en Lambayeque, a esto la población reacciona con protestas y descontentos, no solo por trasladar sus restos ancestrales sino por enajenarles de la posibilidad que mucha gente pueda verlos en su propia comunidad activando la economía turística; esto es algo que sigue ocurriendo pero Sipán fue un caso emblemático ya que también incluye la ejecución extra-judicial de un huaquero, pérdida de objetos, etc. La otra es Huaca del Brujo, donde los ex – huaqueros me comentaron en el 2016 como muchos de los arqueólogos de la zona les han pedido y es una practica muy común, que la ciencia realmente sea guiada por huaqueros o personales locales con conocimiento, siendo esto totalmente invisibilizado. El colonialismo opera como una línea contínua de opresión, se invierte capital, políticas y ejército para mantenerlo, muchas personas de comunidades donde existen grandes bienes patrimoniales viven a la espera que el estado apoye en la investigación y puesta de valor para poder activar sus economías, pero nunca sucede. Eso termina potenciando la huaquería y no transformándola. Hay que decir igual, que casi todos los proyectos arqueológicos que conozco, estatales o privados, realmente sobreviven con las justas, casi sin posibilidad de hacer más investigación, quizas lo vemos más activo en el Perú porque representa una de sus fuentes principales como país, pero en Ecuador la investigación y recuperación de lugares, es casi inexistente. Por ejemplo estuve el otro día en Agua Blanca, una comunidad del Pueblo Manta en la provincia de Manabí, que es uno de los lugares más importantes de nuestra costa, no tiene investigación desde los años 80s, es realmente muy triste. 


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Uno de los gestos más provocadores de la película es mostrar cómo una réplica puede valer más que un original, o cómo el relato que rodea a un objeto puede redefinir su valor y significado. ¿Qué lugar ocupan la ficción o la imaginación en tu aproximación al documental? ¿Puede el cine, como la huaquería, también desenterrar y resignificar lo olvidado?


El cine es una réplica trucada de la realidad. Siento que en la estructura misma de este arte hay una curiosidad por la mímesis. Es la misma atracción por la imagen en movimiento del siglo XIX, la que pienso que continúa creciendo en su “morbo” en la realidad virtual, las imágenes en video hiperrealista generadas por ia. Esa simulación siento que siempre ha estado en términos precolombinos también. Al acercarme al tema y lentamente durante los años, tener que empaparme también del arte ancestral, veo muchas similitudes con lo que seguimos haciendo. Por ejemplo, la pieza Tolita-Tumaco, que se usa en los dos primeros capítulos, es una suerte de shamán-jaguar en transformación. Hay muchas piezas de esta naturaleza, como una identidad en transición, y porque no como una imagen o identidad en movimiento, y que generalmente no tienen una postura rígida, sino “en ataque” en “transito hacia otro mundo”. Lo que sucedió en los 80s en La Pila, Manabí, es que encontraron los moldes de estos huacos y los empezaron a replicar de manera “exacta” para la venta. Me guié mucho del trabajo de la artísta y etnógrafa Pamela Cevallos, que explora los significados también de estos trabajos. Poder ver los moldes “originales” que crean replicas al infito incluso a través de milenios desde Valdivia (3000 A.C) hasta nuestros dias, también me atrajo de sobremanera, hay un deseo por la eternidad en el arte y ahí es un lugar donde se encuentra también la alfarería ancestral y el cine. Aparte, siempre me he visto atraído, por la idea del valor, cómo se atribuye valor o como puede desaparecer en un chasquido. Pienso que hay algo sobre este tema que atraviesa toda la película, la extracción, la venta, la especulación, la reproducción de un bien invaluable, la exvacación no oficial, el tesoro prohibido, y la extirpación de idolatrías que sería una suerte de destrucción del valor. Huaca literalmente se traduce según interpretaciones de las crónicas como valioso, huaquero, el que saca el valor, se le puede dar valor monetario a algo invaluable? Si en la práctica, no en un contexto ético. Desde mi punto de vista cuando estamos en presencia de una pieza arqueológica, es estar en presencia de las obras de arte que nos han marcado como humanidad, son la materialidad de nuestra memoria, son invaluables, eso principalmente son las huacas, para mí son el valor en sí mismo, son como la naturaleza, irremplazables e indispensables para la vida. Y curiosamente así fueron hechas, como representaciones de los espíritus de la naturaleza, encarnaciones, humanizaciones, imaginaciones de tierra cocida, de los mundos que animan al ser. 


Sabemos que Huaquero fue concebida inicialmente como una película de ficción, incluso obtuvo fondos como tal. Sin embargo, el resultado final es una obra híbrida, donde lo documental, lo poético y lo etnográfico conviven con elementos propios de la puesta en escena. ¿Cómo fue ese proceso de transformación del dispositivo? ¿Qué te llevó a dejar atrás una lógica más controlada para abrirte al azar, a los encuentros fortuitos y a la escucha del territorio?


No hay mucho fortuito en Huaquero, quizás hay una simulación del azar. Diría que máximo hay un 30% de la película que sucede fuera del guión. A pesar de haberme basado en memorias y en mi recorrido etnográfico y sensorial, todo estuvo muy escrito. Lo que desapareció siento que fue la imaginación infundada, la inspiración de escritorio y eso fue remplazada si, por la escucha. En esos años yo me mudé a la costa, mi familia materna es de Manabí, yo nací en Guayaquil, aunque de costeño tenga poco, siempre ha sido una constante “nostalgia por el retorno” en mi circulo familiar. Entonces el momento que me mudé y empecé a recorrer este territorio marino, del bosque seco, de las culturas ancestrales siento que todo fue encajando en su lugar, todo se fue fragmentando en el buen camino. 


Huaquero fue filmada en 16 mm, un formato que suele asociarse a búsquedas estéticas, poéticas o políticas. Sin embargo, en este caso el uso del celuloide parece más contenido y menos experimental. ¿Qué te llevó a elegir este soporte y qué ofreció, tanto simbólica como narrativamente, para contar una historia sobre fragmentos, huellas y capas de tiempo?


El uso de 16mm tiene tres orígenes. En primera instancia lo hice porque tengo una relación personal con analógico desde pequeño. Siempre he tomado fotos en 35mm y otros formatos, puedo decir que construí mi relación con la imagen fotográfica desde ahí. Por eso desde mis primeros proyectos quería entrar por esa vía pero la verdad no lo había logrado y en esta segunda película ya no quería evadirlo y fue una condición de trabajo para mi, poder lograr hacerla en fílmico. Ahora cuando la historia se reformuló al conocer los ex – huaqueros y darme cuenta de este “viaje geográfico” en el que se da la peli, también fue una invitación a dialogar con el cine de los grandes viajes de inicio de siglo XX, estos viajes exotizantes, estos viajes desde el norte, estos viajes hacia lo desconocido. ¿Cómo superar esa herencia colonial del nacimiento del cine? No por eso la doy por superada, pero siento que fue una pregunta a plantearme y una pregunta con la que seguramente seguiré lidiando. Finalmente el 16mm encajaba muy bien al momento de abordar el subtexto de la peli, lo matérico, la agencia propia de las huacas y los objetos, la tierra y el territorio, la vida de lo que se ha visto como inerte. Hice muchas pruebas en digital y no sentía lo mismo, finalmente cuando pudimos hacer la prueba en 16, la pregusta estaba saldada, tenía que ser así como lo había pensado hace muchos años, la imagen debería estar viva. 


Huaquero rompe con las categorías tradicionales al combinar documental, ficción, ensayo y memoria en una estructura fragmentada y sensorial. Pensando en tu proceso creativo y conceptual, ¿cómo definirías esta película y qué experiencia o reflexión quisieras provocar en quienes la vean?


Como comentaba antes, siento que lo divertido del arte y lo necesario del arte hoy en día, es imaginar otros mundos posibles. Para mi es importante pensar que eso no quiere decir solo en otras historias, sino otros modos de relato, otras formas de producción, otras relaciones visuales, sonoras, en el cuadro, en la edición, con los personajes, en fin, otros cines. Sobre lo que quiero provocar, me siento muy cercano a la cultura del mar, de la costa, quizas una cultura que ha estado a la sombra de otras, al menos la ancestral, la originaria, abordar esos escenarios para mi es una tarea de largo aliento, hay mucho por trabajar ahí, mucho por recuperar, por conocer, por indagar. Y no solo hablo de la costa ecuatoriana, sino siempre la veo como la costa pacífica, somos tan cercanos, desde hace miles de años, separados por líneas políticas pero unidos por nuestras huacas, el arte milenario, de orfebería, de textil, no por nada la costa pacífica entre Colombia, Ecuador y Peru son de los lugares considerados “cunas civilizatorias”, apoyar un grano de arena en esa indagación, puede ser una tarea de vida. El que no tenga ese sentimiento al visitar Valdivia en Santa Elena o Caral de Supe, o Huaca Prieta en el valle de Chicama, se está perdiendo una gran historia de los Andes costeros, ahí está la clave del futuro.

 
 
 

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