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Esa otra selva blanca

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Por Jhonny Carvajal Orozco.


Como documento ritual de un proceso de luto, duelo y sanación; brota de las cenizas Esa otra selva blanca, último largometraje de la directora peruana-chilena Teresa Arredondo, también conocida por Las cruces (2018) y Sibila (2012).


Mediante la combinación de archivos diversos se hilan correspondencias entre tiempos y espacios lejanos como entes espectrales comunicándose a la distancia a través de dispositivos que posibilitan el recuerdo: cartas a mano, partituras, libros ilustrados, fotografías instantáneas, estampillas y souvenirs. Cintas de audio y videos analógicos en 8mm y 16mm se reproducen, establecen un diálogo entre formatos y materialidades, develan fragmentos de la historia familiar de Teresa: la niñez de su padre, el exilio y sus viajes a Japón, el romance de su abuela con un músico-lepidopterista y sus propios recuerdos.


“Cuando Simón me preguntó que era evocación, le dije que era recordar algo y querer traerlo de regreso”, narra en off Arredondo refiriéndose a una conversación que tuvo con su hijo, quien es filmado de manera recurrente durante la película como la promesa de un futuro en el cual reposar. Registros de espacios rurales, urbanos y del hogar con una fijación particular hacia el vacío acompañan la cotidianidad de Teresa y Simón. En el acto íntimo de rememorar y excavar hacia adentro, construyen una tensión entre su relación madre-hijo, el pasado de los vestigios mostrados y el presente que se resiste a la ausencia por medio de presencias ocultas.


A modo de reverberaciones que recorren las líneas y sinuosidades de la palabra evocación, este concepto también extiende sus raíces a la forma de la película; centrada en las conexiones sensoriales, la creación de experiencias sinestésicas y el tejido de asociaciones producidas por cada tipo de archivo, con su respectivo origen. La narración fragmentada crea un flujo de posibilidades latentes que oscilan entre las derivas de la memoria como ambientes mentales y paraísos íntimos a través de la yuxtaposición de materiales y registros diarios. La música y los sonidos configuran ecos del pasado y presentes anacrónicos, llaman en conjunto a las imágenes; unas figurativas, otras abstractas: el paisaje, la tierra, el juego, la lluvia, la casa y el jardín, texturas, colores, ondulaciones, trazos y lugares borrosos. Este tipo de saltos y fracturas espaciotemporales a través de lo audiovisual es dominante en la película.


Además de los vestigios, se establece una relación corporal entre la ausencia física y “lo natural” como otra forma de presencia. Figuras del pasado reencarnan material y simbólicamente en especies vegetales que se siembran y se cuidan. Pasa el tiempo; crece Simón, también crecen las plantas del hogar, se adaptan. Los árboles japoneses rebrotan de las cenizas en el jardín botánico incendiado y alientan la recuperación de la tierra herida. Alzan vuelo las mariposas, bioindicadores que evidencian la regeneración de dos ecosistemas: uno externo y otro interno. Así transcure el duelo en Esa otra selva blanca, como una metamorfosis multidimensional que trasciende los límites corpóreos, movilizada a partir de la disección, la confrontación, el deterioro y el dolor como potencias transformadoras.

 
 
 

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