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Las Fotos del Obrero, entre la instantánea y el movimiento.


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Por Luis Franc.



¿A qué pensamos como “lo público”? ¿Al Estado como contralor entre comunidad y poder económico? ¿Al lazo social? ¿Qué es lo público, desde una comunidad? Desde estas interrogaciones se propone Las Fotos del Obrero, de Mario Rodríguez Dávila, a través de una propuesta formal compuesta de imágenes. Su protagonista: un fotógrafo en las calles de Guayaquil, a quien podemos imaginar un 15 de noviembre de 1922, en el justo momento del encuentro cara a cara con la resistencia popular y el horror de los crímenes de Estado, en el límite de su profesión que vuelve a punto cero reiterándose la pregunta: ¿qué es la fotografía? En la otra punta temporal, la misma ciudad alberga un siglo más tarde al cuerpo del cineasta Rodríguez Dávila, atravesado por ese interrogante que cualquiera que sostenga una cámara, consciente de la responsabilidad de su propio recorte de imágenes, debería tener: ¿Qué es el cine?


Las Fotos del Obrero se sitúa como un estado de pregunta sobre lo público y sobre las imágenes. Estado de pregunta que parte de la imposibilidad de resolución a través del efecto-metáfora. No hay trascendencia, no hay planos generales que den a percibir un mañana promisorio. Los cuadros presentan la inminencia de la tragedia, la expectación ante una lucha para la que no se está preparado. La historia propia como derrotero de nuestra región —ese conjunto enorme que es Latinoamérica— no autoriza una cámara del tradicional cine-espectáculo. Una represión perpetrada por las fuerzas policiales en vía pública a obreros y militantes sociales de aquel tiempo, en pavorosa simetría con el contexto actual, en donde el crimen político lejos de extinguirse se expone pornográficamente ante los ojos del pueblo ecuatoriano, de la región, del mundo. Luchas desiguales y masacres de poblaciones civiles activan el devenir de la foto más representativa del avanzado siglo veintiuno. 


Así de verdadera resulta esta pura ficción, en tanto su mínima dimensión narrativa no es una reconstrucción de hechos, sino que toma los acontecimientos de aquel tiempo en función de una construcción ficcional creando un registro fotográfico como si fuesen reales. Lo real son los inapelables hechos históricos, materia prima central para la organización de una estructura compuesta de personajes, fotos, fotogramas fijos y situaciones dramáticas que apelan a lo mínimo del movimiento del cine.


La presentación de tales personajes no nos vincula con ningún entramado orgánico. No hay in crescendo dramático apoyado en la idea de causa-efecto. En cambio, se promueve una tensión no creciente sino instalada de entrada, un mundo del afuera donde se percibe la inminencia de lo peor, un pueblo tan disgregado como desamparado, la pregunta sobre lo público envuelta de orfandad. La muerte que acecha en cada espacio exterior, un mundo privado que se encuentra lejos del reaseguro ficticio desde el que se lo suele promocionar. Los personajes, si se desplazan, lo hacen mínimamente potenciando un estado de tensión que se debate entre espera, liberación, lucha y muerte. Cada cual, inmerso en una política del cuerpo en la que el concepto foto como imagen detenida, es puesto en trance, así como el desplazamiento del relato progresivo propio del contar historias en cine. 


Este modo de representación dominante en Las Fotos del Obrero convive con escasos momentos de ambos polos, algunos fotográficos (fotos apócrifas), y otros mínimamente narrativos, llegando al cenit del trabajo con un plano secuencia de plano fijo con centro en un civil —cómplice de las fuerzas represivas— de pie en su casa, que se debate entre salir o no a colaborar en el asesinato de obreros. Cuelga de una de sus piernas su hijo pequeño, que presiona con el cuerpo diminuto para que no salga. Segundos de conflicto interno se presentan eternos hasta que decide salir a la ventana arrastrando al niño, quien profiere alaridos de desesperación. El montaje une esa brillante escena con la fotografía de un hombre masacrado por las fuerzas policiales en el umbral de una casa. Lo contundente de dicha unión entre ambos registros —narrativo y fotográfico— conduce casi invariablemente a un concepto que el espectador es llamado a organizar; ello, independientemente de cotejar, por ejemplo, si la indumentaria del actor de la escena concuerda con el de la fotografía. El entramado político alojado en una dimensión de completitud a través de lo mental, unificó en una operación de montaje a víctimas y victimarios como integrantes de un pueblo. Esa situación pudo haber sido la de muchos, de ambos lados de la desigual contienda. Tal montaje se encuentra concebido mucho más que respetando sutilezas de verosímil, en función de una verdad, en la que lo público y las imágenes se organizan para un entramado que desplaza el cómodo y habitual anonimato del espectador. El pensamiento se cuela a través de la promoción de una zona intermedia entre una curva ascendente que no asciende —pero que sostiene la tensión— y la imagen estática, que es lo mismo que decir: entre la fotografía y el cine. O sea, entre el fotógrafo testigo y Mario Rodríguez Dávila.

 
 
 

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