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La Sabana y la Montaña: crónica elegíaca de una gesta territorial.

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Por Jonathan Villamar.


En mitad de un pueblo rural de Portugal, se alza en silencio, una lucha que atraviesa todos los tiempos modernos: el pueblo, con el temple que sostiene la constancia y la voluntad de defender su territorio, se enfrenta a la incertidumbre de la extracción; a esa otra voluntad de las máquinas, animadas por intereses desmedidos. Allí, en medio de las montañas, que guardan las riquezas de los nobles, como un siseo, el sol se cuela en la cinta de una película, y en ese instante el silencio se convierte en grito contenido, y el discurso de la lucha se transforma en prosa elegíaca, cuya luminancia y haz de sombras dan testimonio en el cine.


Y es que, desde su origen, La Sabana y la Montaña se revela como un filme de múltiples dimensiones; todas ellas conviviendo en una voluntad fílmica, todas ellas invocando a una película libre, libre de ser o parecer otra cosa que no sea ella misma. Es al mismo tiempo registro de una lucha e invención de una proeza; es paisaje árido y fértil símbolo; es documento de la historia y también testimonio de un sueño. Todo a la vez, como si se confesara a sí misma en una voz que pronuncia su nombre al revés, y en ese eco, la película se convierte en espejo y en profecía.


Su realizador, Paulo Carneiro, cuenta que la película nació con la intención de revelar la lucha de un pueblo atravesado por la disección de su territorio, drenado de vida; un pueblo que veía deteriorarse su hogar y difuminarse un futuro que se cubría cada vez más con la mugre del humo industrial y las huellas de forasteros asalariados, extraños a la pertenencia de la tierra. La intención era presenciarlo, hacerlo evidente, convertirlo en denuncia; pero, en el camino, el cine abrió una grieta para hablar de sí mismo, un intersticio donde se interpelaba la voz audaz de una disensión que crece en el silencio, calculando, paciente, la próxima acción defensiva.

Las señales de una voz manifiesta emergen en los intersticios entre realidad e idilio, entre la intención política y el trance lírico que se filtra en las transiciones calculadas de las escenas; en esos zooms que privilegian la mirada curiosa, juguetona, y a veces impaciente, ante la quietud casi ritual del testimonio. El discurso se despliega como acto performático, enunciativo, alegórico, político e irónico, fluyendo de manera orgánica, como si su existencia dependiera de las contradicciones mismas que lo sostienen, de la tensión viva entre lo que se dice y lo que se sueña, entre lo que observa y lo que resiste.


La Sabana y la Montaña no es una película que idealiza la resistencia de los pueblos por sus recursos y territorios, sino que encarna ese gesto de lucha en un cuerpo poético que, al tiempo que denuncia, también inventa, crea, alegoriza y se manifiesta. Lo hace con naturalidad en el cruce entre la palabra y la imagen, mediante transiciones elípticas, silencios intensos y contemplaciones abruptas que intensifican cada escena.


Existen múltiples maneras de convivir con un estado constante de desigualdad, así como diversas formas de enraizarse a la tierra. La disputa persiste, pero es la voluntad de los seres de barro la que se transforma y se legitima según cada época. En La Sabana y la Montaña, los actos de resistencia trascienden hacia un pacto colectivo de hermandad en defensa libre del territorio, donde la lucha se vuelve poesía: versos que testimonian la herida de la tierra y la entrega de quienes resisten frente a la maquinaria del mundo.


Las películas nacen para movilizar fuerzas colectivas e individuales. No las vemos solo por azar, sino por un impulso vital que resguarda en la mente y en el cuerpo una memoria compartida. Ese impulso nos mueve a favor de la defensa del territorio, a favor de perpetuarlo como poesía, a favor de trascender en el tiempo y en la resiliencia de los pueblos que reconocen en la tierra su lugar de pertenencia.


 
 
 

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